Estación Ice.
Si es cuestión de búsqueda, de persecución o de acecho, entonces es el hielo el que busca, persigue y acecha. Fuera de todo aquello que pueda devenir de alguna estructura moral o algún andamiaje romántico, es la fuerza de la atracción de algo inanimado pero a la vez tan lleno de historias la que nos encamina a ese laberinto de paredes de cristal de apariencia sódica.
Son incontables las historias que emergen de submundos (dígase underground, infracotidiano, infierno, la zona, lo caliente), algunos de éstos callejeros y salvajes, nacidos de la precariedad de todo, de la falta y la añoranza y algunos otros, llenos de glamur y de pose. Todos a final de cuentas lo saben y conocen el futuro que esto imanta, sea o no a raíz de leyendas urbanas callejeras o de consejos de mamá, lo intuyen. O la clásica y retrógrada “sabiduría popular”, joven adulta o adulta, que reproduce mentiras equiparadas a sus ilusorios paradigmas sociales, o mejor dicho, sus blueprints de vida, sus dummies polifacéticos y continentes de dos o más morales. Pero es necesario anunciar que las moralejas nacen a raíz de testimonios apócrifos, testimonios de personas que jamás han inhalado y exhalado el vapor blanco y lechoso de la gota. Advertencias, cuentos inmundos y relatos impactantes que relatan en tercera, quinta o sexta persona los males y calamidades aparejadas al farol.
El testimonio del adicto es una romántica historia de sacrificio y martirio, característica no sólo empotrada a su espiritualidad sino a su idiosincrasia completa, a su genealogía consanguínea, contemporánea, próxima y primigenia, no a raíz de lo prohibido de su adicción.
El asco, el desprecio y la compasión tocan a todos aquéllos que no han cabalgado sobre el hielo; alusiones al ácido de batería, el veneno para ratas, la pasta de dientes, el bórax y demás ingredientes caústicos que, al igual que el cricko, pululan en nuestra cotidianeidad irremediablemente. Y así, a pesar de su esencia prohibida, secreta, privada, venenosa y mortal, las historias se siguen acumulando, los centros de rehabilitación, máquinas de moldeo de adictos que re-encaminan a los malandros a la vida de buena voluntad, son semilleros de historias sorprendentes, épicas, sucesos en los que el adicto protagoniza actos sobrehumanos, narraciones en las que la decadencia inicia al romperse el cristal con que se ve al mundo. Crónicas del barrio, de la noche, de los parajes sinuosos y de las broncas. Poesía derramada desde la estación ice y haikús formados por rayas de cristal.
Todo encuentra en sus diversas dimensiones ciertos tipos de acotaciones y a su vez, todo engendra una mitología, algo místico. Dentro del mundo del criko y el ice existen cronistas, historiadores, nómadas, chamanes, iniciadores, iniciados y hasta esotéricos, elíxires eróticos y afrodisiacos maníacos. Un “pepinero”, ente conocido entre los conocedores del avión y del dragón (nombre con que se conoce al fumador del humo del cristal en la juerga crikosa), es aquél que en frigorífico trance y exacerbado en líbido busca de cualquier forma y en cualquier sujeto u objeto la descarga sexual. Hay algunos que se dan cariño entre compañeros de dragón, otros se prostituyen acudiendo al Parque Teniente Guerrero, ubicado en la calle Tercera de la Zona Centro a buscar algún homosexual que pueda pagar por su virilidad servicial. Otros simplemente se crean nuevas formas de masturbarse; un malandrín del Infonavit Murúa saciaba su malilla con su perra, consumidora eventual de ice; mientras que otro hacía suyo de vez en cuando un melón casi pasado. Cada quien su parafilia.
Por otro lado, la acotación, el límite, el perímetro o el alcance de todo acto mítico o heroico, radican en lo prohibido, ilegal y peligroso de su contenido, su entorno, su humor y su presencia.
De todo hay en la viña del foco, pero nadie sobrepasa las capacidades descriptivas de los que montan al dragón, como tampoco las bestias lovecraftianas sobrepasan su cantidad de saliva. El “Gramo”, usualmente pedía consejos sobre si sería reprobable y reprochable matar al actual novio de su expareja, mencionó formas y metodologías asesinas, lloró, y en toda su diatriba moral mostró un dejo de crueldad que no podría salir de su pensamiento, quizás porque no era un psicópata, no lo es de hecho, siempre y cuando no ande erizo o monte al “paso de la muerte” el cristal y las pingas en dosis de tiras. Su voz forma paisajes robustecidos de datos, detalles y figuras. Como aspersores, dibujan en el terreno comunicativo parajes graciosos, embadurnando todo. En ocasiones es difícil atender al loco locutor, el pensamiento vaga, y un individuo con un par de caguamas encima y dos gruesos blunts no puede congeniar ni mostrar empatía a algo tan violentamente rápido, se pierde en un carril de alta velocidad, le ciegan las frases y los pensamientos en voz alta de alguien con tal agudeza salival.
Y así, el espiral tiene vida propia. Por las noches los rituales son extenuantes, una especie de liturgia en que se adora a un astro artificial, sólo que en este rito no hay capuchas, no hay lineamientos más que el del respeto al faro y a la carrucha, trucha. Aún hay más, la chiva puede jugar también, el juego se llama “speedy”, ahí quedas, te mueres y desciendes hacia las delicias de lo hediondo. El ritual es intenso en sensación, pero corto en duración, cautivador al fin.
El universo del cristal es cacería, es paciencia y es coartada. Si hay oportunidad, de manera ilusionista, se te despojará de las copas de tu auto, de tu estéreo, de tus ce des, de tu mp3 o de tu dinero. Sólo es preciso esperar en las aguas de lo insano a que duermas, porque los errantes no duermen. No hay reglas, no hay nada escrito. Nada es inútil en la búsqueda del santo foco.
Son incontables las historias que emergen de submundos (dígase underground, infracotidiano, infierno, la zona, lo caliente), algunos de éstos callejeros y salvajes, nacidos de la precariedad de todo, de la falta y la añoranza y algunos otros, llenos de glamur y de pose. Todos a final de cuentas lo saben y conocen el futuro que esto imanta, sea o no a raíz de leyendas urbanas callejeras o de consejos de mamá, lo intuyen. O la clásica y retrógrada “sabiduría popular”, joven adulta o adulta, que reproduce mentiras equiparadas a sus ilusorios paradigmas sociales, o mejor dicho, sus blueprints de vida, sus dummies polifacéticos y continentes de dos o más morales. Pero es necesario anunciar que las moralejas nacen a raíz de testimonios apócrifos, testimonios de personas que jamás han inhalado y exhalado el vapor blanco y lechoso de la gota. Advertencias, cuentos inmundos y relatos impactantes que relatan en tercera, quinta o sexta persona los males y calamidades aparejadas al farol.
El testimonio del adicto es una romántica historia de sacrificio y martirio, característica no sólo empotrada a su espiritualidad sino a su idiosincrasia completa, a su genealogía consanguínea, contemporánea, próxima y primigenia, no a raíz de lo prohibido de su adicción.
El asco, el desprecio y la compasión tocan a todos aquéllos que no han cabalgado sobre el hielo; alusiones al ácido de batería, el veneno para ratas, la pasta de dientes, el bórax y demás ingredientes caústicos que, al igual que el cricko, pululan en nuestra cotidianeidad irremediablemente. Y así, a pesar de su esencia prohibida, secreta, privada, venenosa y mortal, las historias se siguen acumulando, los centros de rehabilitación, máquinas de moldeo de adictos que re-encaminan a los malandros a la vida de buena voluntad, son semilleros de historias sorprendentes, épicas, sucesos en los que el adicto protagoniza actos sobrehumanos, narraciones en las que la decadencia inicia al romperse el cristal con que se ve al mundo. Crónicas del barrio, de la noche, de los parajes sinuosos y de las broncas. Poesía derramada desde la estación ice y haikús formados por rayas de cristal.
Todo encuentra en sus diversas dimensiones ciertos tipos de acotaciones y a su vez, todo engendra una mitología, algo místico. Dentro del mundo del criko y el ice existen cronistas, historiadores, nómadas, chamanes, iniciadores, iniciados y hasta esotéricos, elíxires eróticos y afrodisiacos maníacos. Un “pepinero”, ente conocido entre los conocedores del avión y del dragón (nombre con que se conoce al fumador del humo del cristal en la juerga crikosa), es aquél que en frigorífico trance y exacerbado en líbido busca de cualquier forma y en cualquier sujeto u objeto la descarga sexual. Hay algunos que se dan cariño entre compañeros de dragón, otros se prostituyen acudiendo al Parque Teniente Guerrero, ubicado en la calle Tercera de la Zona Centro a buscar algún homosexual que pueda pagar por su virilidad servicial. Otros simplemente se crean nuevas formas de masturbarse; un malandrín del Infonavit Murúa saciaba su malilla con su perra, consumidora eventual de ice; mientras que otro hacía suyo de vez en cuando un melón casi pasado. Cada quien su parafilia.
Por otro lado, la acotación, el límite, el perímetro o el alcance de todo acto mítico o heroico, radican en lo prohibido, ilegal y peligroso de su contenido, su entorno, su humor y su presencia.
De todo hay en la viña del foco, pero nadie sobrepasa las capacidades descriptivas de los que montan al dragón, como tampoco las bestias lovecraftianas sobrepasan su cantidad de saliva. El “Gramo”, usualmente pedía consejos sobre si sería reprobable y reprochable matar al actual novio de su expareja, mencionó formas y metodologías asesinas, lloró, y en toda su diatriba moral mostró un dejo de crueldad que no podría salir de su pensamiento, quizás porque no era un psicópata, no lo es de hecho, siempre y cuando no ande erizo o monte al “paso de la muerte” el cristal y las pingas en dosis de tiras. Su voz forma paisajes robustecidos de datos, detalles y figuras. Como aspersores, dibujan en el terreno comunicativo parajes graciosos, embadurnando todo. En ocasiones es difícil atender al loco locutor, el pensamiento vaga, y un individuo con un par de caguamas encima y dos gruesos blunts no puede congeniar ni mostrar empatía a algo tan violentamente rápido, se pierde en un carril de alta velocidad, le ciegan las frases y los pensamientos en voz alta de alguien con tal agudeza salival.
Y así, el espiral tiene vida propia. Por las noches los rituales son extenuantes, una especie de liturgia en que se adora a un astro artificial, sólo que en este rito no hay capuchas, no hay lineamientos más que el del respeto al faro y a la carrucha, trucha. Aún hay más, la chiva puede jugar también, el juego se llama “speedy”, ahí quedas, te mueres y desciendes hacia las delicias de lo hediondo. El ritual es intenso en sensación, pero corto en duración, cautivador al fin.
El universo del cristal es cacería, es paciencia y es coartada. Si hay oportunidad, de manera ilusionista, se te despojará de las copas de tu auto, de tu estéreo, de tus ce des, de tu mp3 o de tu dinero. Sólo es preciso esperar en las aguas de lo insano a que duermas, porque los errantes no duermen. No hay reglas, no hay nada escrito. Nada es inútil en la búsqueda del santo foco.